La segunda mitad del año 2015 pasará a la Historia de Europa como el instante en el que cientos de miles de refugiados sirios entraron masivamente por sus fronteras. Provisionalmente despertadas nuestras conciencias por la fotografía de Aylan Kurdi, un niño de tres años yaciente sin vida en una playa de la Isla de Kos, apenas unas semanas más tarde la crisis de los refugiados se ha reducido a un miserable y kafkiano debate entre países europeos enzarzados en cupos de reparto.
Mientras tanto, asistimos a fenómenos de gran impacto como la llegada a ciudades alemanas, en un solo fin de semana, de diez mil desplazados –es el caso de Múnich-; el desbordamiento y tensión poblacional de pequeñas islas griegas como Kos y Lesbos, próximas a las zonas de conflicto[1]; el movimiento de más de cuatro millones de sirios en tres años o la construcción de campos para refugiados en Jordania, Líbano, Turquía o Iraq.
Por cuanto a nosotros nos afecta, los campos de refugiados apenas despiertan conciencias e interés en el mundo universitario y en el diseño urbano. Quienquiera que visualice o estudie cualquiera de ellos y tenga una mínima responsabilidad o nivel de exigencia, acordará que la práctica totalidad son estructuras con graves carencias urbanísticas y arquitectónicas. Suelen levantarse sobre terrenos y superficies con poca preparación previa, empleando tiendas de campaña o en el mejor de los casos casetas prefabricadas, dispuestas según un principio estricto de orden y eficacia. Sus instalaciones son provisionales y escasas, atendiendo con puntos localizados el abastecimiento y la evacuación de aguas o produciendo energía con medios mecánicos y no naturales. Estas soluciones podrían ser válidas en casos de máxima provisionalidad y como respuesta a pocos días de estancia, pero al convertirse en alojamientos de media o larga duración se convierten en asentamientos en los que la dignidad desaparece conforme se prolongan en el tiempo.
El problema no es, sin embargo, nuevo. En la actualidad existen cientos de campos de refugiados en el mundo, la mayoría de ellos en África, que albergan desde hace años –los construidos en Somalia se levantaron hace mas de veinte- a más de cincuenta millones de desplazados, cifra que supera por primera vez en la Historia el éxodo provocado por la Segunda Guerra Mundial. Pese al dato, creo que en las Escuelas de Arquitectura y en otros entornos de investigación no se ha recogido convenientemente la necesidad de su estudio. La bibliografía disponible en papel o digital apenas recoge noticias o reflexiones relativas a la configuración de campos para refugiados. En el mejor de los casos, los estudios llevados a cabo recogen parámetros de configuración estrictamente ingenieriles. Tal es el caso del elaborado por el ITT, el Institute for Technology in the Tropics de la Universidad de Colonia, basado en la configuración de matrices que determinan las mejores tecnologías de suministro según lugar, el empleo de materiales según su durabilidad, el coste de la implantación o el consumo de energía. En ninguno de ellos la calidad de los espacios colectivos, la consideración creativa del paisaje o lugar, o estudios tipológicos que permitan adaptabilidad residencial a la realidad social de los refugiados, están presentes como criterios de diseño urbano. Ni siquiera la consideración del material “tiempo”, en tanto que modelador de la transformación y adaptación del Campo y sus habitantes al paso de los años.
Tal y como demuestran documentos y webs como refugee-republic (recomiendo mucho navegar por http://refugeerepublic.submarinechannel.com/), estos asentamientos se convierten en verdaderas ciudades cuya principal característica es su perpetua provisionalidad. Condensan la paradoja de estar levantadas con arquitecturas efímeras, propias de lo nómada, y servicios propios de lo sedentario, como escuelas, órganos de administración y vigilancia, construcciones para el culto y comercios. La estructura general de su espacio colectivo se basa a menudo en mecanismos de eficiencia antes que en consideraciones de tipo social o paisajístico, y su tratamiento arquitectónico o constructivo ni existe. Se limita, en el mejor de los casos, a pocas vías rápidamente asfaltadas y tierra compactada en el resto de “calles”.
En estos casos ni siquiera existe la división entre lo público y privado, ya que cada unidad de alojamiento no es propiedad de sus moradores. En los Campos de Refugiados esta separación no se establece según el criterio de tenencia o usufructo sino según principios de intimidad, vecindad o moralidad; de modo que el respeto sustituye al concepto propiedad privada y se convierte en la línea que determina uno y otro espacio.
A la postre, considero que tanto docentes como investigadores y profesionales de la arquitectura tenemos pendiente contribuir al mejoramiento de este tipo de, podríamos decirlo, ciudades ex novo. Si queremos servir a la sociedad desde nuestra disciplina no podemos obviar este tipo de situaciones. Debemos avanzar más allá del prototipo de unidad habitacional (aquí son notables los trabajos de Shigeru Ban por ejemplo) y aumentar la escala de la intervención en nuestras aportaciones. No sólo desde el punto de vista de la ingeniería, sino apostando por una arquitectura y un diseño urbano que pueden y deben ponerse al servicio de estas urgencias.
Porque considero, en definitiva, que los requisitos de funcionalidad y sostenibilidad son incuestionables en la configuración urbana de los Campos de Refugiados, pero no menos importantes y necesarios son los de flexibilidad y, por encima de todo, dignidad.
Asier Santas.
[1] En Kos cientos de tiendas de campaña tipo iglú han surgido como hongos a lo largo del paseo marítimo, junto a las murallas del castillo, en parques, jardines, aceras y hasta en la entrada de algunos edificios públicos; en Lesbos, unos 20.000 refugiados habitan a la intemperie y se han producido roces entre migrantes y la población local.