
En febrero de 2020 el Museo Guggenheim de Nueva York inaugura una exposición comisariada por Troy Conrad y el arquitecto Rem Koolhaas titulada “Countryside, The Future” (“Campo, el Futuro”). En ella se pone de manifiesto lo mucho que la vida urbana depende en gran medida del campo, puesto que es el único entorno capaz de asegurar el sostenimiento funcional de nuestras ciudades. Hoy, en el Día Mundial de la Arquitectura, ell titular es claro: sin la productividad, automatización, inmigración y disponibilidad espacial y paisajística de las regiones no urbanizadas (el ámbito rural) los centros urbanos colapsarían sin remedio.
La muestra del Guggenheim NY evita conscientemente la consideración sociológica de lo rural y cualquier valoración que pueda ser de utilidad para nuestras ciudades. Porque la clave del futuro urbano para Koolhaas está en las grandes escalas del campo, y no en las cuestiones menores. No obstante, el futuro de la sociedad urbana también depende de aquellas cosas pequeñas que todavía residen específicamente en lo rural.
Me explicaré: ni que decir tiene que la vida del pueblo proporciona, en sus entornos construidos, espacios de una dimensión tan acotada que la actividad pública no se entiende sin la comunidad y la participación colectiva. La calle y la plaza son ámbitos en los que se sustentan conceptos como el vecindario, la colaboración, la información y la fiesta. Incluso se entiende que el exterior inmediato a la casa pertenece más al habitante que al público, hasta el punto de que sus moradores se hacen responsables de él.
Estas bondades de la vida rural, proporcionadas por la pequeña escala, pueden llegar a encontrarse en nuestras ciudades. Sin embargo, parece demostrado que en barrios de reciente creación -donde dominan grandes vacíos abiertos, superficies reservadas al aparcamiento y desproporcionados bulevares- la experiencia urbana se empobrece. En todos ellos es palpable la pérdida del espacio común y de lugares en los que la ciudadanía pueda transformarse en vecindario comprometido. De hecho, desde hace varias décadas asistimos a lo que Jean Luc Nancy tituló «la comunidad desobrada», una pérdida de valores comunes sustituida por el concepto sociedad, sin duda más urbano, difuso y alejado de los lazos entre conciudadanos.
Además, la crisis del COVID ha puesto en evidencia la falta de estos espacios urbanos de pequeña escala: rincones sencillos de barrio en los que sentar comunidad, extender las actividades cotidianas domésticas y compartirlas con los próximos. Hablo de espacios donde hacer realidad lo que el psicólogo Marc Fried evidenció en sus estudios de los años setenta, cuando escribió que “el hogar no es sólo una casa sino una zona local donde se viven algunos de los aspectos más interesantes de la vida”: la calle puede ser algo familiar e íntimo para algunas comunidades.
He podido comprobar personalmente situaciones reales en ciudades donde la vivienda se extiende y sus habitantes toman cuidado de su espacio público inmediato. En zonas de Ámsterdam -como la isla de Borneo ó la Isla de Java- los propietarios o arrendatarios colonizan con mobiliario, objetos domésticos y plantas los accesos a la casa, las aceras inmediatas, en una suerte de participación colectiva que mejora a todas luces la riqueza de la calle.
Allí se respira una suerte de celebración de lo común que conlleva múltiples ventajas, como la mayor seguridad, el cuidado por las cosas y el respeto hacia lo público. Si bien es cierto que, en cuestiones domésticas y urbanísticas, la cultura holandesa es de las más respetuosas y avanzadas de la sociedad occidental, también lo es que constituye la prueba de que esa vinculación entre la casa y su ciudad inmediata es real y deseable, beneficiosa y posible.
Estoy convencido de que si en la ciudad se recuperaran este tipo de comportamientos rurales tendríamos en nuestras manos una de las políticas de sostenibilidad urbana más potentes. Todo ello será posible siempre y cuando se reúnan dos condiciones: en primer lugar, que el diseño de nuestras ciudades propicie la escala doméstica -la calle como lugar del peatón y no del vehículo, como lugar de encuentro vecinal y como espacio en la que las distancias sociales sean tenidas en cuenta- y, en segundo lugar, que la sociedad urbana se convenza de que para mejorar su futuro ha de comprometerse colectivamente con su espacio público inmediato.Sin una preocupación ciudadana y política por estos lugares de convivencia, no alcanzaremos un pleno desarrollo como seres comunitarios.